jueves, 24 de abril de 2014

Emma

      Emma me llamaba todos los domingos por la noche. Su voz era suave como terciopelo. Siempre el mismo ritual. "¿Qué tal la semana?" Bien. "¿Eres feliz ya?" No, Emma, no soy feliz.
      Y entonces Emma se entristecía y no volvía a saber de ella hasta el domingo siguiente. Y ella me volvía a llamar y me preguntaba lo mismo. Y yo siempre le respondía lo mismo. Emma no quería entender que yo era incapaz de ser feliz. Que no tenía razones para serlo. Que mis mañanas eran grises porque no tenía nada ni nadie por quien vivir. Yo le explicaba esto a Emma todos los domingos, pero no servía de nada.
      Y así pasaron los meses, las semanas, los días. Invierno, primavera, verano, otoño, y Emma seguía llamándome todos los domingos por la noche, sin excepción alguna. "¿Qué tal la semana? ¿Eres feliz ya?". Yo empecé a odiar los domingos, más que nada porque se me hacía insoportable romperle el corazón cada vez que le recordaba que era incapaz de ser feliz.
      Un domingo cualquiera, Emma dejó de llamar. Yo lo noté, pero no me preocupó. Apenas me acordé de ella un par de veces a lo largo de la semana. Pero llegó de nuevo el domingo, y Emma no llamó. Pasaron las semanas y cada vez me sentía más raro. Empecé a odiar los domingos aún más que antes, a llorar más de lo normal, a enfadarme por cualquier tontería.
      Muchos meses después de la última llamada de Emma, me envalentoné y decidí llamarla yo. Nadie cogió el teléfono. Así que fui a su casa y golpeé la puerta. Una vez. Dos veces. Tres veces. Esperé, y esperé, y por un instante me temí lo peor. Pero entonces Emma abrió la puerta, sonriente, radiante, luminosa y delicada como un niño.
      Quise saber por qué me había dejado de llamar, por qué había desaparecido de mi vida como si no hubiera sido más que una ensoñación. Ella lloró durante un rato. Luego me explicó que incluso alguien como ella era capaz de perder la esperanza. Que había llegado a la conclusión de que jamás podría ayudarme. Que yo estaba condenado a vivir una vida gris e infeliz. Nos dimos un abrazo y me despedí de Emma para siempre.
      Pasaron los días y llegó el domingo. Para mi sorpresa, el teléfono sonó. Después de tantos meses, al otro lado de la línea oí de nuevo la voz de Emma, suave como terciopelo. Mi corazón dio un vuelco. Mis latidos se aceleraron. Mis labios dibujaron una enorme sonrisa. Y entonces lo entendí todo. "¿Qué tal la semana? ¿Eres feliz ya?", me preguntó. Yo le pedí que no me volviera a llamar. Tuve que insistir, pero terminó accediendo entre llantos ahogados.
      Lunes. Martes. Miércoles. Jueves. Viernes. Sábado.
      Un nuevo domingo. Llegó la noche y Emma no llamó. Pero yo sí. "¿Qué quieres?", me inquirió, claramente molesta. "¿Eres feliz ya?", le pregunté. "Yo siempre lo he sido", me respondió ella. Entonces me sentí eufórico, y mis sospechas se tornaron en realidad cuando comprendí que siempre tuve una razón para ser feliz. Una razón sonriente, radiante, luminosa y delicada como un niño.

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