domingo, 4 de mayo de 2014

Historia de amor con final feliz

      Ayer encontré una diminuta cucaracha vagando sin rumbo entre las baldosas del cuarto de baño, y me acordé de ti. Tan diminuta y perdida como lo estabas tú el día que te conocí. O mejor dicho, tan diminuta y perdida como yo pensaba que estabas el día que te conocí. Apenas lo recuerdo. Apenas una imagen. Apenas dos palabras. Antes de oírte hablar, te veía frágil como cristal. Ni siquiera había pasado una semana cuando comprendí que el frágil era yo. Como con tantos otros antes de mí, jugueteaste con mi alma y manipulaste mis hilos como un hábil titiritero. Y yo nunca te odié. Te odio ahora, es cierto, pero por otras razones.

      Pasamos juntos mucho tiempo. No el suficiente como para conocer todos y cada uno de nuestros rincones secretos, pero sí como para darnos cuenta de que las cosas no iban a salir bien. Porque yo era un pobre imbécil egoísta e impaciente, y tú una diosa retorcida e insaciable. Recuerdo cuando me contabas que te sorprendiste un día aferrándote a mí, deseando, por una vez en la vida, querer a alguien como ese alguien te quería a ti. Yo empecé a sentir tus delicadas manos cerrándose en torno a mi garganta como las garras de un ave de presa, y pasaba las noches despierto por temor a que aprovecharas mi sueño para reclamarme como tu carroña.

      La primera vez que te vi, eras una diosa. La última, un buitre. Lo tengo clavado en mi memoria. Tu apartamento, prácticamente vacío. Tú llorabas en el pasillo y yo te miraba, fingiéndome impasible, pero roto, muy roto. Te dije las cosas más monstruosas que pude formular, y aún me duelen. Eran ciertas, pero duelen. Te despediste de mí arañándome la cara con rabia. No dejó cicatriz. Al menos, no en la piel. Y así es como pensé que acabaría nuestra historia. Yo te olvidaría, tú me olvidarías. Quizás nos habríamos vuelto a ver con los años. Un reencuentro tierno, falto de todo rencor. Podría haber sido así. Si tú hubieras querido.
 
      Me llamaste un año después y me suplicaste por una visita. Al otro lado de la línea, no parecías tú misma. Te notaba calmada. Amable, quizás. Me negué dos veces, terminé accediendo. Me dijiste que vivías aún en el mismo apartamento, que siempre te negaste a dejar que todos aquellos recuerdos se esfumasen como nubes de polvo. Pero que ya estabas bien. Me lo repetiste un par de veces. Que ya estabas bien. Y yo te creí.
 
      Y seguí creyéndote cuando atravesé el rellano del edificio. Y cuando me encontré abierta la puerta de tu apartamento. Seguí creyéndote cuando me sonreíste desde el salón, cuando me pediste que tomara asiento. No puedo asegurar nada, pero tengo la certeza de que durante toda la tarde no dudé de ti ni por un segundo. No hasta que vi tu sonrisa retorcerse en una mueca cruel. No hasta que tu mirada empezó a abrasarme con todo el rencor que habías acumulado con el tiempo. No se desvaneció tu encanto, ni siquiera cuando te colocaste esa pistola entre las cejas y desparramaste tus sesos por la pared del salón. Algo quedaba aún de ese encanto la última vez que vi tu rostro sonriente, agujereado, casi perfecto e inerte sobre la alfombra empapada de sangre.

      Esta mañana he ido al cuarto de baño y me he encontrado la misma cucaracha de ayer. La que me recordó a ti. La he aplastado con el pie y he decidido olvidarme de ella para siempre.

No hay comentarios:

Publicar un comentario