PRÓLOGO
Las puertas se abren
y entonces entran
luz, y sangre, y piedra
dragones brillantes
y la Bendición de
arriba
y el Abstracto, celeste
amigo
celeste ángel, celeste
bien
lo romperá todo
hermoso encuentro
hermosa muerte
hermoso fin
Mamá siempre decía que un poeta era lo más parecido a un brujo que
existía. Capaces de engañar y engatusar, de jugar con tu mente y
hacerte sentir el amor más profundo o el terror más infame. Siempre
supuse que Mamá decía esto porque se casó con un poeta y engendró
a otro. Yo nunca me tomé en serio lo que Mamá decía. Ni siquiera
mi hermano Matías, el poeta, lo hacía. Nadie se tomaba a Mamá muy
en serio desde que Papá murió y a ella se le fue la cabeza. Ahora
me acuerdo de ella y de lo que decía sobre los poetas y no puedo
evitar reírme. Y llorar. Ojalá nunca hubiese tenido razón.
Mamá murió el mes pasado, cuatro años después de que yo me
marchara de Santa Verónica, mi ciudad natal, para cursar mis
estudios de Psicología en la capital. Matías me contó que apenas
sufrió, que murió con una sonrisa y que nunca, nunca me culpó por
no haber estado a su lado. Quizás ella no, pero Matías no pudo
evitar decirme estas palabras con cierto rencor. Al fin y al cabo,
abandoné a mi hermano adolescente al cuidado de una madre depresiva
en una ciudad diminuta dejada de la mano de Dios. Si hubiera sabido
que... si hubiera conocido las consecuencias, yo nunca... nunca
habría abandonado Santa Verónica.
Ni
siquiera sé por dónde empezar. Hace ya dos horas que estoy aquí
sentado, frente al escritorio de una habitación de hotel, mi pequeño
hogar provisional, decidido a escribirlo todo, a describir con todo
lujo de detalles estos últimos días, este mes penoso, infernal,
oscuro, y ni siquiera sé por dónde empezar. Ojalá pudiera explicar
el horror. Ojalá pudiera hallar las palabras necesarias para
describir todo aquello a lo que me he enfrentado durante mi última
estancia en Santa Verónica. Ojalá pudiera.
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