martes, 30 de julio de 2013

Isabel

      Me diste un beso en la mejilla y me dijiste que el problema lo tenían ellos, no nosotros. Y yo me empecé a consumir, consciente de mi locura. No te querías dar cuenta de una puta vez y eso nos separó de nuevo, seguramente para siempre.

      Y entonces la conocí. Joder, Isabel, te habría encantado. Estaba tan llena de luz como la primera vez que te vi. Era perfecta. Como tú lo fuiste una vez. Y nos atamos con un lazo rojo, del color de tu pintalabios, y ya nunca nos alejamos. O eso prometimos. Pero, coño, Isabel, tú más que nadie sabe lo que significan los "nunca" y los "siempre" para mí. Ella se fue. Huyó. Murió. Quizás no murió, ¿sabes? pero es así como quiero recordar que la perdí. Porque murió. No fue mi culpa ni fue la suya, simplemente murió. Entiendes que sea así como quiero recordarla, ¿no? Porque sí, seguramente huyera. Con un tipo más guapo, más rico, más simpático que yo. Así que, bueno, ya sabes cómo soy para estas cosas. Por eso preferiría que te refirieses a ella, a partir de ahora, como aquella que murió.

      Así que volví a ti, como siempre hago. Loco, sucio, perdido. Y aquí me encuentro, contándote mi historia, tu historia, nuestra propia historia. Las cosas no duran para siempre, Isabel. Eso lo sé yo y lo sabes tú y lo saben todos. Pero bueno, también es cierto que otras comienzan, otras similares en muchos sentidos. ¿Que por qué vuelvo a ti siempre, Isabel? No tengo ni idea. Yo te podría preguntar lo mismo, pero no lo haré, porque soy un caballero. Así que dejémonos ya de charlas e historias y vayamos al grano. Volvamos a enloquecer, a despedazar nuestra vida de formas imprevisibles. Mátame otra vez, que yo luego te mato a ti, Isabel. Es lo único que nos queda.

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